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Cuando, el 16 de agosto de 1999, los diputados de la Duma –el Parlamento de la Federación Rusa– se reunieron para confirmar en su cargo al recién designado primer ministro, pocos prestaron atención a su discurso de investidura.
Era la sexta persona que pasaba por el puesto en dieciséis meses –un signo más del caos en la etapa final de la presidencia de Borís Yeltsin– y a buen seguro pronto sería destituido, como los anteriores, por su imprevisible jefe.
Además, se trataba de un perfecto desconocido; tanto, que uno de los diputados se confundió y se dirigió a él llamándole Stepashin (el apellido del primer ministro saliente).
Sin embargo, ese oscuro funcionario –que en realidad ya acumulaba bastante poder, pero en la sombra, donde siempre se ha movido como pez en el agua–, un antiguo agente del KGB llamado Vladímir Vladimírovich Putin, resultó mucho más resistente de lo que pensaban y ha estado al frente de Rusia, como presidente o primer ministro, desde aquel día.
Y en ese discurso que nadie escuchó, casi dos décadas atrás, el futuro hombre fuerte de la nación más extensa del mundo iba a esbozar un esquema de prácticamente todo lo que ha hecho o intentado hacer desde entonces; fue una declaración de intenciones en toda regla, con el objetivo confeso de reinventar un país que estaba al borde del colapso para llevarlo a recuperar su grandeza y su posición destacada en el tablero geoestratégico mundial. En resumen: ya hace dieciocho años, Putin tenía un plan.
En aquellos momentos, Rusia se descomponía. La popularidad y el aplauso internacional obtenidos por Yeltsin en 1991, tras enfrentarse al intento de golpe de Estado contra Gorbachov, y las esperanzas de democracia y prosperidad nacidas al albur de la desaparición de la URSS se habían diluido por efecto de la corrupción, la pésima gestión y el autoritarismo de sus sucesivos gobiernos: sus índices de aprobación en 1999 oscilaban, según las encuestas, entre el 2 y el 8%.
Rutskói, que había sido su vicepresidente, calificó sus privatizaciones de “genocidio económico”. Y el bombardeo, en 1993, del Parlamento, que pretendía apartarlo del cargo, dejó cientos de muertos y una nueva Constitución presidencialista y, en la práctica, dictatorial.
網頁設計 La desastrosa herencia de Yeltsin
Cuando Putin habló por primera vez ante la Duma, hacía un año que Rusia había entrado en suspensión de pagos. Las pensiones y los sueldos de los funcionarios se abonaban, si es que se abonaban, con meses de retraso.
Entretanto, los «oligarcas» –un puñado de magnates de las finanzas, la industria y los medios de comunicación favorecidos por Yeltsin y que sustentaban su presidencia, como Borís Berezovski, Román Abramóvich y Mijaíl Jodorkovski– poseían toda la riqueza nacional.
Por si fuera poco, el ejército ruso había perdido la primera guerra de Chechenia, dejando tras de sí la completa devastación de dicha república, y tres antiguos aliados del Pacto de Varsovia –República Checa, Hungría y Polonia– acababan de ingresar en la OTAN.
A ello se sumaba otro problema: el alcoholismo inveterado del presidente, que le había hecho protagonizar escenas alternativamente bochornosas –se le había visto pasear borracho y en paños menores– y preocupantes –de visita oficial en Estocolmo, se desplomó tras beber un trago de champán–. Algo del todo ajeno al abstemio y puritano Putin.
En efecto, en su discurso de agosto de 1999, el nuevo primer ministro ruso lo dejó claro: había que poner orden y él se iba a encargar de la tarea. “Nada podrá realizarse sin la imposición de un orden y disciplina básicos, sin el fortalecimiento de la cadena vertical”, explicó a los indiferentes parlamentarios. Sabía de lo que hablaba.
Nacido en Leningrado en 1952 –es decir, un año antes de la muerte de Stalin–, era hijo de un oficial de la Marina y nieto de un cocinero que había trabajado para Lenin. Gente disciplinada y consciente de su lugar en la cadena, como él mismo.
網頁設計 El conservador prosoviético
Putin se crió en la «era dorada» de la Unión Soviética, los años 50 y 60 del «camarada Kruschev», el deshielo, la desestalinización, los éxitos en la carrera espacial –el Sputnik, la perra Laika, Yuri Gagarin– y las demostraciones del poderío militar ruso (las invasiones de Hungría, en 1956, y Checoslovaquia, en 1968, o la Crisis de los Misiles).
Una época de estabilidad, pobre pero digna, en la que Rusia era respetada en el mundo. Nada que ver con el estado de vergonzosa postración en que se hallaba ahora su patria y que él estaba firmemente convencido de poder revertir.
Porque, junto al mesianismo demostrado en aquella temprana exposición de propósitos, otra de las características de la compleja, casi inaprensible personalidad de Vladímir Putin es su curiosa mezcla de conservadurismo con una nunca disimulada nostalgia de la grandeza y el sistema jerárquico de la URSS (no del comunismo, que ha calificado de “ensoñación”).
Así, en el libro de entrevistas Primera persona (2000) dijo que su desaparición había sido “una catástrofe geopolítica” y elogió el triunfo de Stalin en la Segunda Guerra Mundial. Y entre las primeras medidas que tomó como presidente estuvo la reposición, en la Navidad de 2000, del himno nacional soviético, si bien con una nueva letra.
Claro que, en su afán por restaurar el orgullo patrio, Putin también echaría mano de instituciones y emblemas de signo contrario, como la Iglesia ortodoxa rusa o el filósofo anticomunista Iván Ilyin, cuyos restos repatrió desde Suiza e hizo enterrar con los máximos honores.
La explicación de estas contradicciones se halla, a juicio de algunos, en que el nacionalismo que profesa Putin es de carácter patriótico, referido a Rusia como país y no como etnia. O tal vez se deba a una nostalgia más íntima: la del mundo de su infancia, que en el libro antes citado definió como “dura pero muy feliz”.
網頁設計 Una carrera meteórica
Sus comienzos, ciertamente, fueron muy humildes. Para cuando nació Vladímir, sus dos hermanos mayores habían muerto, uno a los pocos meses de nacer y el otro a causa de la difteria durante el sitio de Leningrado (1941-1944). Los ingresos del padre y de la madre, obrera en una fábrica, sólo les permitían residir en un apartamento comunal.
No obstante, los Putin se esforzaron por darle al hijo pequeño lo que les había sido negado a los mayores, y éste, disciplinado y aplicado, supo sacarle provecho. Después de aprobar con buenas notas el bachillerato –y de iniciarse como atleta en el yudo y el sambo, arte marcial rusa–, Vladímir se matriculó en la Facultad de Derecho de Leningrado en 1970. Se doctoró en 1975; el tema de la tesis, la política internacional de Estados Unidos.
El joven y flamante abogado ya apuntaba maneras de estadista, al tiempo que daba señales de que sus pasos no iban a transcurrir por la senda de los tribunales. Y así fue. Al acabar la universidad, Putin es reclutado por el KGB y, tras una década formándose entre Leningrado y el Instituto Andrópov de Moscú –donde adopta un apellido falso, Plátov–, en 1985 lo envían con el grado de teniente coronel a ejercer labores de contraespionaje en Dresde (República Democrática Alemana).
Antes, en 1983, se había casado con la profesora Liudmila Shkrébneva, con la que tendría dos hijas, María y Yekaterina. Los años en la RDA fueron una de las experiencias más trascendentales de su vida [ver recuadro 1 en página anterior], pero su meteórica carrera política comenzó en realidad a su vuelta a la URSS en 1989, tras la caída del Muro de Berlín.
Su mentor fue Anatoli Sobchak, presidente de la Diputación de Leningrado que lo contrató como asesor y que luego, al pasar a ser. alcalde de la ciudad –nuevamente rebautizada como San Petersburgo– de 1991 a 1995, lo ascendió a presidente del Comité de Relaciones Exteriores y finalmente a vicealcalde.
Putin, cuyo papel municipal consistía principalmente en atraer la inversión extranjera, se ganó a su manera discreta y leal la confianza de Sobchak y también la de Anatoli Chubáis, el «padre» de las privatizaciones de Yeltsin, que en 1996 se lo llevó a Moscú. El ascenso por la cadena vertical sería ya imparable: en 1998 fue nombrado director del FSB –organismo sucesor del KGB–, en marzo de 1999, secretario del Consejo de Seguridad Nacional, y en agosto, jefe de Gobierno.
網頁設計 Primera parada triunfal: Chechenia
En otro pasaje de su programático discurso, Putin lanzó el segundo eje de su plan de acción, junto con la intención de restablecer el orden interno: su política exterior. “Rusia ha sido una gran potencia durante siglos (…). Siempre ha tenido y tendrá zonas de interés legítimo”.
No eran meras palabras y sólo tardó diez días en demostrarlo: el 26 de agosto, con el pretexto de la invasión de Daguestán por guerrilleros wahabitas, inició la segunda guerra de Chechenia. Y esta, al contrario que la primera, fue todo un éxito, si descontamos las innumerables violaciones de derechos humanos denunciadas por distintas organizaciones no gubernamentales.
Pero eso no mermó la súbita popularidad de Vladímir Putin, que en febrero de 2000, cuando cayó la capital chechena, Grozni, superaba en las encuestas el 70% de aprobación, un nivel que se ha mantenido casi intacto hasta hoy. Para entonces era presidente interino de Rusia, tras la renuncia en diciembre de Yeltsin por problemas de salud.
Su prestigio crecía como la espuma, a lomos de la victoria en Chechenia –más simbólica que real: produjo miles de muertos y refugiados y un conflicto terrorista que duró hasta 2009, pero se conservó la integridad territorial– y del cumplimiento de la promesa de pagar pensiones y salarios a sus sufridos compatriotas. En las elecciones de abril de 2000 arrasó, iniciándose así el primero de sus dos mandatos consecutivos como presidente ya libre de incómodas herencias.
網頁設計 Los trucos del presidente primer ministro
Desde entonces hasta ahora, Putin ha aprovechado todas las oportunidades que le han salido al paso para concretar y materializar las metas apuntadas en aquella alocución ante la Duma. Ha empleado en ello la astucia, el cálculo, el oportunismo y la marrullería.
Así, los atentados del 11-S de 2001 le sirvieron para replantear su campaña chechena con secuelas tan sangrientas como el asalto al Teatro Dubrovka de Moscú, en su primer mandato, o la crisis de los rehenes de la escuela de Beslán, en el segundo– como parte de la guerra global contra el terrorismo, lo que le valió para acallar las denuncias internacionales.
También usó los conceptos de «democracia dirigida» –acuñado por su enemigo político Voloshin, viene a decir que hay asuntos de Estado que no pueden resolverse democráticamente– y «democracia soberana» –obra de su ideólogo de cabecera, Surkov– para justificar las reformas del sistema a su favor: férreo control del proceso electoral, elevación del 5 al 7% de los votos para obtener representación parlamentaria, sometimiento de la judicatura al gobierno, reorganización de la Federación Rusa para darle la máxima fuerza al poder central…
Todos estos trucos palidecen, no obstante, ante el que se sacó de la manga en 2008 para seguir siendo presidente sin serlo. Cumplidos sus dos mandatos, le cedió el puesto temporalmente a Dmitri Medvédev, que lo nombró a su vez primer ministro y le transfirió parte de sus atribuciones.
La supuesta bicefalia – en realidad, una mascarada: todo el mundo sabía que quien mandaba era Putin y que Medvédev sólo le estaba guardando el sillón– duró los cuatro años preceptivos, hasta que en 2012 «el jefe» pudo volver a presentarse y fue reelegido presidente, esta vez por seis años, gracias a una oportuna enmienda constitucional.
En definitiva, Putin se ha empleado a fondo para fortalecer esa cadena vertical que tanto admiraba en el régimen soviético, convirtiéndose de facto en el presidente vitalicio –en 2018 puede aspirar a un cuarto mandato de seis años– de una democracia que muchos cuestionan que sea tal. Pero ¿cómo ha llegado a acumular semejante poder un relativo advenedizo en el mundo de la política?
網頁設計 Oligarcas enemigos, oligarcas amigos
Desde su primer mandato, Putin se enfrentó a los oligarcas de la era de Yeltsin para tratar de limitar su influencia. Primero laminó a los magnates de los medios de comunicación con leyes y trabas, lo que llevaría a Borís Berezovski, dueño del canal ORT, de varios periódicos y de la aerolínea Aeroflot –y antiguo aliado suyo– a acabar exiliándose en Londres.
Y en 2003 hizo arrestar por evasión de impuestos al multimillonario Mijaíl Jodorkovski, al que expropió su compañía energética YUKOS y condenó a la cárcel en un proceso sin garantías. Estos «ataques a los ricos», unidos a la aprobación de leyes progresistas –de tierras, laboral, fiscal–, aumentaron aún más la popularidad del presidente ruso.
Pero su objetivo no era defender a la sociedad civil de las oligarquías, sino reafirmar su propia posición… y la de una nueva casta de oligarcas afines. Entre ellos, sus viejos amigos del KGB Vladímir Yakunin y Serguéi Chemezov, pero también una serie de burócratas en los que se había apoyado a la hora de rediseñar el país y que fueron muy bien recompensados por su ayuda: los sueldos de estos altos funcionarios llegaron a incrementarse un 20% en 2013.
Un problema adicional fue que estas «mordidas» afectaron, y siguen afectando, a los presupuestos del Estado, comprometiendo la disponibilidad de fondos para implementar las políticas sociales que el país tan apremiantemente necesita. No en vano, Transparencia Internacional sitúa a Rusia entre las naciones más corruptas del mundo. Además, junto con la corrupción, la verticalidad y la deriva autoritaria, Putin resucitó otro rasgo de su querida URSS: el culto a la personalidad.
網頁設計 El culto al líder no admite disidencias
Aunque tímido y reservado –en 2013, la prensa, a la que en gran parte controla, apenas informó sobre su divorcio–, también es un gran vanidoso al que le gusta presumir, incluso ahora que va a cumplir 65 años, de su forma física y su destreza como atleta, que considera cualidades indispensables en un líder.
Por ello siempre ha estimulado la difusión de fotografías en las que el pueblo pueda admirarlo esquiando, jugando al tenis, practicando yudo –su pasión desde los 11 años: es cinturón negro– o montando a caballo a pecho descubierto. Tan ridículo alarde de testosterona ha generado parodias como el meme en el que cabalga a lomos de un oso, que se hizo viral en Internet, o el cómic que lo presenta ataviado de superhéroe.
Esa es la parte jocosa, pero hay otra con tintes mucho más siniestros. Aunque no se ha podido probar su implicación directa, la cantidad de periodistas críticos asesinados durante su etapa de gobierno, muchos de los cuales se hallaban investigando supuestas corruptelas o violaciones de los derechos humanos, ha despertado las sospechas de Occidente.
A esto se suma la persecución de la disidencia y la diferencia en la Rusia de Putin, que ha crecido exponencialmente año tras año: manifestaciones disueltas por la fuerza, opositores detenidos (algunos tan famosos como el exajedrecista Kaspárov o el grupo de punk feminista Pussy Riot), campañas estatales homófobas…
網頁設計 Antes y después de Crimea
Pero, por encima del pisoteo de los derechos humanos y de la degradación de la democracia rusa, la acción de Putin que verdaderamente hizo saltar las cínicas alarmas occidentales fue la invasión de Crimea y su anexión a Rusia, en marzo de 2014.
Y no tanto por el hecho en sí –la legalidad tanto del traspaso de esta estratégica península a Ucrania en la era soviética como de su actual reincorporación a la Federación Rusa son discutibles–, sino por ser un preocupante síntoma de las supuestas ambiciones expansionistas y neoimperialistas del presidente, que él negó con vehemencia, amparándose en la abrumadora mayoría de población rusa en Crimea (el 65,3%, frente a un 15% de ucranianos y un 12% de tártaros) para justificar su decisión.
Pero lo cierto es que, antes y después de Crimea, la recuperación de antiguos territorios de la Gran Rusia imperial, así como la ampliación de sus áreas de influencia en todo el planeta, ha sido una constante en la agenda exterior puesta en marcha por Vladímir Putin.
Un informe de un comisario de la Unión Europea advirtió en 2015 de su “política de cuasi-anexiones o anexiones encubiertas”, citando como ejemplos la liquidación de fronteras o supuestos tratados de alianza y cooperación con repúblicas independizadas tras la desmembración de la URSS como Osetia del Sur o Abjasia.
Ello ha llevado a una escalada de tensión con la UE y con otras importantes exrepúblicas soviéticas, principalmente Georgia y, tras la crisis de Crimea, Ucrania. Conviene no pasar por alto a este respecto declaraciones como esta de Vladímir Yakunin, estrecho colaborador de Putin, a raíz de dicha crisis: “Rusia no está entre Europa y Asia (…). No somos un puente entre ellas, sino un espacio de civilización propio”.
O esta otra del propio presidente ruso: “Tenemos todas las razones para pensar que la infame política de contención territorial llevada a cabo contra Rusia en los siglos XVIII, XIX y XX sigue vigente hoy. Tratan continuamente de acorralarnosporque tenemos una posición independiente”.
Entonces, si hemos de creer en la sinceridad de Putin cuando dice no tener la tentación de construir un Imperio ruso del siglo XXI, ¿qué persigue con este juego peligroso en el ámbito internacional? ¿Por qué se inmiscuye incluso en las aguas revueltas de la política estadounidense, arriesgándose a sanciones y consecuencias aún peores?
La primera explicación sería, obviamente, la económica. Rusia nunca ha dejado de ser una superpotencia en el plano militar, pero su economía sigue estando poco desarrollada: exporta petróleo, gas natural y algunas otras materias primas y debe importar prácticamente todo lo demás.
Por eso, ganar influencia a través de alianzas –aunque éstas sean contra natura, como la que parece unirle actualmente al presidente americano, Donald Trump– se ha convertido en una obsesión para Putin, lo mismo que encontrar nuevos mercados, lo que explicaría la política de anexiones encubiertas.
網頁設計 El fantasma de la Guerra Fría y otras incógnitas
Pero esa explicación resulta insuficiente. Un factor que a menudo se olvida es el del rencor. Putin, un oficial de grado intermedio en el escalafón del KGB que amaba a su patria, la Unión Soviética, por encima de todo, siempre contempló su desplome como el resultado de un complot occidental; carecía de la perspectiva o del cinismo de los miembros del Politburó, que sabían que la URSS habría caído en cualquier caso por el peso de su propia ineficacia y corrupción.
Y desde su acceso a las altas esferas de la política rusa, el exagente ha querido de un modo u otro «vengar» aquella infamia a base de incomodar a Occidente con sus acciones inflexibles y audaces, en particular aquellas que tienen que ver con áreas o territorios que considera que son “de legítimo interés” para restañar el orgullo herido de su gran nación.
Así las cosas, el fantasma de la Guerra Fría parece volver al primer plano de la actualidad. Hay analistas que acusan de ello a Putin, y aportan como evidencias no sólo la crisis de Crimea sino hechos como el reciente anuncio de que el Kremlin planea una gran reorganización de sus fuerzas de seguridad e inteligencia –que algunos equiparan al Ministerio de Seguridad del Estado que tuvo el KGB– o la frontal oposición rusa a que continúe la ampliación de la OTAN.
Para otros, decisiones de la UE y EE UU como sancionar a Rusia por la toma de Kiev excluyéndola de las reuniones del G8 echan tanta leña al fuego –o hielo al frío– como las políticas expansionistas de Putin. Tenga quien tenga razón, de lo que no cabe duda es de que nadie sabe adónde conducirá finalmente la era de Putin, si a un nuevo Imperio ruso de incierto futuro o, una vez más, al colapso.